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El diagnóstico
clínico se basa en los dos aspectos básicos de la lógica:
el análisis y la síntesis. Para diagnosticar una enfermedad
recogemos los datos de la historia del paciente e intentamos organizarlos,
interpretarlos y plantear con ellos una hipótesis que encaje dentro
del conjunto de criterios que definen un síndrome, o mejor aún,
un proceso patológico concreto.
Una vez establecido
el diagnóstico debemos estratificar el estadío de la enfermedad
y su gravedad, para hacer una aproximación pronóstica y decidir
el nivel de asistencia más apropiado para el paciente.
Tanto el
diagnóstico como el pronóstico necesitan un lenguaje común,
que permita la transmisión de datos entre profesionales de cualquier
lugar y la estratificación de los pacientes en distintas categorías,
para la comparación de resultados y de técnicas diagnósticas
o terapéuticas, y la inclusión de determinados pacientes
en estudios multicéntricos.
El lenguaje
común necesario se concreta en las clasificaciones, los criterios
diagnósticos y pronósticos, las indicaciones, contraindicaciones
y niveles de estratificación. Se trata de agrupar las características
que definen una enfermedad, o determinan un nivel de gravedad, o predicen
una evolución.
Gracias al
lenguaje común podemos definir el estado de un paciente con unas
cuantas siglas y comunicarlas a distancia a cualquier médico, de
manera que todos sabemos cómo está el paciente, qué
estudios diagnósticos necesita, cuál sería el tratamiento
aconsejable y qué probabilidades tiene de recuperar la salud o de
fallecer. Imaginemos que alguien nos habla de un paciente que previamente
se encuentra en estadío II de la NYHA y clase B de Child, con 80
puntos en la escala de Karnofsky, que ingresa en UCI por un IAM anterior,
Killip III, y encontramos una lesión proximal tipo B en la ADA.
Con estas pocas siglas tenemos definido perfectamente el estado previo
de un paciente, las características de la enfermedad aguda que presenta,
incluso nos podemos hacer una idea muy aproximada de las posibilidades
de éxito de las intervenciones terapéuticas que, sin duda,
se pondrán en marcha inmediatamente. Si no dispusiéramos
de un lenguaje común, probablemente harían falta algunos
folios para describir todas las características que abarca cada
una de las clasificaciones que hemos empleado.
Pero las
clasificaciones tienen también una parte negativa. Suponen una ingente
cantidad de siglas y datos que complican su uso por la dificultad que entrañan
su memorización o su localización en los textos y artículos
en los que se encuentran dispersas.
En nuestro
trabajo hemos recopilado las clasificaciones, la estratificación
de niveles de gravedad, y los criterios diagnósticos y pronósticos
que consideramos de interés para quienes trabajamos con pacientes
críticos, citando la procedencia bibliográfica de cada una
de ellas. Hemos decidido prescindir de las indicaciones y contraindicaciones
porque su inclusión aumentaría excesivamente el tamaño
del libro y dificultaría su manejo.
Las clasificaciones
y los criterios aparecen en el texto juntos, agrupados por sistemas y dentro
de ellos por patologías concretas, y precedidas por un índice
en el que se reflejan todas las clasificaciones ordenadas según
van apareciendo, para facilitar su búsqueda.
Nuestro objetivo
ha sido recopilar todas las clasificaciones que podamos llegar a necesitar
trabajando con pacientes críticos, pero como en toda obra humana
es probable que se echen de menos algunas de especial interés. Vayan
por delante nuestras disculpas a sus autores y a quienes necesitándolas
no puedan disponer de ellas al consultar este libro. No obstante, si en
algún caso hemos podido facilitar a alguien su trabajo, daremos
por bien empleado el tiempo y el esfuerzo que hemos invertido.
No puedo
terminar sin un agradecimiento a los autores de las clasificaciones y los
criterios, auténticos autores de este libro. Agradezco también
a mis compañeros y colaboradores su interés y su entusiasmo
en la busca y captura de las clasificaciones útiles, sin ellos habría
sido incapaz de terminar el proyecto. Gracias también a mi amigo
Ricardo Monsalve y al Laboratorio Boehringer Ingelheim. Sin su desinteresada
colaboración este libro no habría visto la luz.
Sevilla, Invierno
1.999
Juan Fajardo López-Cuervo.
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