Este ha sido siempre el reto de la sanidad y es la tarea que tiene continuamente ante sus ojos dentro de un marco, como el actual, en el que existe una gran desproporción entre los sofisticados medios técnicos de que dispone y los bajos niveles de humanidad que impregnan la acción sanitaria (1).
El reconocimiento de la dimensión personal del enfermar, única y diversa, es una consecuencia de la conciencia antropológica de la enfermedad. Concepciones anteriores de la enfermedad, como la anatómica, la fisiopatológica, la celular, la etiopatogénica y la nosológica, todas de indudable interés científico pero vacías de contenido humano, crearon una situación de crisis técnica, de insensibilidad y deshumanización.
Por ello surge la aspiración de considerar que toda esta patología rigurosamente analista, todo este mosaico de órganos y funciones alteradas, debe confluir en una visión más sensible y unitaria, en definitiva más personal, que constituye lo que hoy día conocemos como orientación antropológica. La deshumanización de la sanidad actual tiene sus raíces en una inversión de las prioridades asistenciales cuando a las necesidades particulares de cada hombre enfermo le contestamos exclusivamente con las promesas de la ciencia y los recursos de la técnica (2). La deshumanización de la práctica sanitaria puede concretarse principalmente en los siguientes puntos (1):
1. - La conversión del paciente en un objeto, su cosificación. Aquél pierde sus rasgos personales e individuales, se prescinde de sus sentimientos y valores, y se le identifica con sus rasgos externos: el que padece una determinada patología, el que recibe un determinado tratamiento, el que ocupa una determinada cama o habitación. La propia especialización de la práctica sanitaria tiende a convertir al enfermo en la patología que padece, olvidando o relegando a segundo plano sus dimensiones personales, siempre distintas y específicas en cada paciente.
2. - La ausencia de calor, afecto y empatía en la relación humana. Con frecuencia se arguye que los profesionales que tratan a los pacientes necesitan esta distancia afectiva, ya que no pueden implicarse emocionalmente ante todo enfermo. Sin embargo, experimentan esta falta de sentimientos visibles como una fría indiferencia, como una preocupación distante, y como una negación de humanidad.
3. - La falta de autonomía y la impotencia del enfermo, ya que éste no se siente protagonista de su destino, sino que se experimenta coaccionado y manipulado hacia actitudes de conformismo.
De un modo general, el comportamiento paternalista de los profesionales, la falta de atención a los síntomas que más preocupan a los enfermos, el lenguaje médico oscuro e inadecuado, la privación de la intimidad y de la libertad del enfermo, la incomunicación y el silencio agravan la situación ya crítica del paciente (2).
Existen diversos factores que favorecen la tendencia a la deshumanización (1):
1. - La centralización del personal, de los servicios y de las instituciones, que es parcialmente resultado de la revolución tecnológica y del incremento de los costes sanitarios.
2. - La burocracia, que tiende a racionalizar y rutinizar la asistencia, generando montones de papeles e informes en torno a cada paciente, entre los que se diluyen y quedan oscurecidos los rasgos personales del enfermo. Otra consecuencia de la burocratización es el gran número de profesionales que diariamente contactan de algún modo con el enfermo. Ninguna de las personas de ese pequeño "batallón sanitario" se siente implicada y llamada a entablar una relación personal con el paciente.
3. - La tendencia de los profesionales sanitarios a entenderse fundamentalmente como tales y no como personas que tienen, en primer lugar, una vocación de servicio al enfermo.
4. - El profesional sanitario ha dejado de ser considerado individualmente como él mismo, como una personalidad con su crédito propio, para verse incluido en la reputación de un equipo o de un servicio.
Paradójicamente, los profesionales que tienen más contacto con el paciente, como auxiliares, celadores y limpiadoras, son generalmente los que tienen un más bajo status profesional y menor formación en las relaciones humanas, aunque frecuentemente desarrollan capacidades valiosas de interacción con el paciente.
Ciertamente estamos asistiendo a una reacción en contra de la deshumanización de los servicios sanitarios y a una creciente sensibilización hacia los derechos del enfermo y la afirmación de su autonomía. Siguiendo a Howard, pueden citarse los siguientes rasgos de una atención humanizada al enfermo (1):
Durante muchos años, el sistema de valores profesionales ha estado ligado al tratamiento de las enfermedades, contemplando al hombre como una máquina que a veces se puede reparar. El valor buscado es la ausencia de enfermedad. La salud es considerada como positiva mientras que la enfermedad es negativa, por lo que se pretende combatirla y aliviarla. En este marco la persona es concebida como la suma de sus partes, pudiendo ser divisible. Es un enfoque mecanicista, en el que la dimensión biológica se puede separar de la psicológica, de la cultural y de la espiritual. Con frecuencia, cuando los profesionales enfocan su trabajo a la enfermedad, consideran que la capacidad de elección del enfermo se encuentra muy disminuida, cuando no anulada, por la enfermedad. Ello se traduce en posturas altamente paternalistas. Es como si la persona enferma tuviera que dejar de lado la autonomía que como ser humano ejerce en el resto de su vida: la enfermedad le sumerge en un complicado proceso psicológico que anula su capacidad de razonar y proyectarse autónomamente (3)
La salud se comprende como sinónimo de bienestar, como un fenómeno multidimensional y un proceso esencialmente dinámico caracterizado por fluctuaciones continuas, múltiples e interdependientes. La salud es el resultado del equilibrio dinámico y de la capacidad de la persona para adaptarse a su medio ambiente, para llevar a cabo sus actividades habituales, a pesar de que pueda tener una enfermedad o alteración concreta en su salud. La salud y la enfermedad no son valores absolutos a conseguir o combatir, son las formas a través de las cuales una persona da curso a su existencia.
Ayudar a la persona a aproximarse cada vez más a una vida saludable y de calidad significa tener presente que cada persona tiene una forma particular de mantener y consolidar su vivir, y que ello se ha ido desarrollando a lo largo de toda su vida, que debe ser respetada y tenida en cuenta en el planteamiento del cuidado. El núcleo del cuidado se desplaza de la enfermedad a la persona. La persona es considerada como un ser único, indisociable, interrelacionada con su entorno interno (genético, psicológico, fisiológico...) y externo (físico, social, político, económico...), de forma que cualquier cambio o variación en uno de ellos repercute en su globalidad (3).
En los últimos años, la conceptualización del cuidado sanitario ha ido haciendo más énfasis en los aspectos humanistas del cuidado, planteándolo como una relación entre un ser humano y otro. Lejos de constituirse en una aplicación de técnicas y procedimientos, cuidar es una experiencia mutua entre el profesional y el paciente. Se establece una diferenciación clara entre curar y cuidar. Curar es intervenir en la enfermedad, cuidar es considerar aquello que es necesario para el crecimiento y desarrollo de acuerdo a las actitudes de vida de una persona, grupo o comunidad (3).
El concepto de cuidado farmacéutico se define como la provisión responsable de farmacoterapia, con el objetivo de alcanzar resultados definidos que mejoren la calidad de vida del paciente individualmente considerado (4). Así, en su evolución hacia el cuidado farmacéutico, la farmacia ha desplazado progresivamente su objetivo desde el medicamento como producto, a la prestación de servicios y, finalmente, hasta el propio paciente, para participar con decisión y responsabilidad en la farmacoterapia. Por tanto, la introducción del término "cuidado" en el léxico de la farmacia dirige la atención farmacéutica hacia el paciente, colocándolo en el centro del interés profesional del farmacéutico (5). Más aún, el farmacéutico ha dejado de ver al individuo enfermo como cliente, para aceptarlo y cuidarlo como paciente. Ello requiere el establecimiento y el desarrollo de un acuerdo ético entre el paciente y el farmacéutico. Tal acuerdo debe fijar las acciones y las responsabilidades que el farmacéutico asume para prevenir y resolver los problemas relacionados con los medicamentos prescritos al paciente. Asimismo, debe establecer aquello que es responsabilidad del paciente en lo que a la farmacoterapia se refiere. Es decir, el acuerdo exige una responsabilidad compartida entre el farmacéutico y el paciente en cuanto a los resultados de la farmacoterapia. Este pacto es absolutamente esencial para la provisión de cuidado farmacéutico ya que, éticamente, el farmacéutico no puede realizar acción alguna para prevenir o resolver los problemas relacionados con los medicamentos sin permiso y participación del paciente; en efecto, el principio de autonomía establece el derecho del paciente a tomar decisiones autónomas en base a información suficiente y adecuada y, por tanto, a aceptar o rehusar un tratamiento (6).
En este contexto, debe constituirse la denominada alianza terapéutica, definida como la capacidad del terapeuta y del paciente de trabajar juntos en una relación de cooperación, basada en el respeto, el agrado, la confianza y el compromiso mutuos para el éxito del tratamiento (7). El establecimiento de una alianza terapéutica efectiva solamente es posible cuando el paciente cree que el profesional sanitario:
Probablemente nada resulte tan eficaz para transmitir nuestra preocupación y cuidado hacia el paciente como la comprensión y, por tanto, la legitimación de sus preocupaciones y problemas específicos relacionados con su enfermedad y su tratamiento. El farmacéutico debe ser consciente de que cada paciente aporta a su relación con el profesional sanitario diferentes experiencias y formas de interpretar su situación clínica; así, lo que preocupa a un determinado paciente puede no preocupar en absoluto a otro. La comprensión reside en descubrir y respetar estas diferencias, no en juzgarlas. El farmacéutico debe preguntarse "¿puedo entrar en el mundo privado del paciente, explorar sus sentimientos sin juzgarlos, y responderle de forma honesta, de modo que le haga saber que le he escuchado y quiero proporcionarle la ayuda que está a mi alcance?", "¿Puedo descubrir qué es igual y qué es diferente en cada paciente, de forma que cualquier apoyo o ayuda que yo le proporcione sea lo más útil posible?", "¿Puedo ver a cada paciente como único en su reacción ante la enfermedad?". Cualquier intento de clasificar al paciente o de compararlo con otros limita el acceso a la información sobre ese determinado individuo; simplemente lo reduce a un concepto, tal como "buen paciente" o "paciente no cumplidor", en vez de considerarlo individualmente como un sujeto que responde de una forma específica a una determinada situación médica (6).
El farmacéutico no puede reducir la comprensión de los problemas del paciente a una simple técnica; eso sería artificial y superficial. Ninguna técnica puede sustituir a la auténtica respuesta empática y al cuidado del paciente como ser humano. Cuando el farmacéutico se pone a la disposición del paciente y le ofrece comprensión y empatía, alivia una buena parte de los sentimientos de miedo y de soledad que le embargan. Ahora bien, esta relación es unidireccional, no recíproca. Por ello, el farmacéutico debe abandonar las expectativas de que será apreciado por cuanto hace por el paciente. Cuando el profesional sanitario es capaz de obviar la necesidad de reciprocidad en la relación, el paciente se siente lo suficientemente seguro y libre para expresarle su gratitud; entonces, se ha creado una alianza terapéutica entre el farmacéutico y el paciente (6). El establecimiento de la alianza terapéutica entre el profesional sanitario y el paciente es la mejor garantía para alcanzar los resultados terapéuticos planeados.
El farmacéutico debe establecer relaciones efectivas con el resto de los componentes del equipo multidisciplinario que atiende al paciente y con el propio paciente, para comunicar sus hallazgos y propuestas, y tomar decisiones terapéuticas basadas en la información obtenida y las opciones de cuidado disponibles. Pero además, el cuidado farmacéutico requiere una relación mucho más intensa e íntima entre el farmacéutico y el paciente que la simple dispensación o que la provisión de información (6).
El farmacéutico debe esforzarse en crear una relación en la que el paciente se sienta lo suficientemente seguro y libre para hablar de sus preocupaciones y problemas en cuanto a su medicación. Por tanto, la práctica del cuidado farmacéutico demanda que el farmacéutico mejore sus habilidades y estrategias de comunicación, en su relación con el resto de los profesionales sanitarios del hospital y, sobre todo, en su relación con el propio paciente (8).
Buscar lenguajes comunes, desarrollar la actitud de escucha, de empatía, proporcionar sentimientos de seguridad... Hay que reconvertir la información en comunicación y definir bien claramente los objetivos de la misma. La comunicación como instrumento ético es un proceso y no una actividad aislada, es imprescindible para que la toma de decisiones esté centrada en la persona del paciente y, por tanto, es imprescindible para el mantenimiento y fomento de su autonomía (3). Diversos estudios han puesto de manifiesto que existe correlación entre una eficaz comunicación profesional sanitario - paciente y la obtención de mejores resultados terapéuticos (9).
Tradicionalmente, otros profesionales sanitarios han estado más cerca del paciente que el farmacéutico. Sin duda, de cuantos atienden al paciente, son las enfermeras quienes habitualmente mantienen el mayor contacto directo con él. Por ello, la enfermería constituye un punto de referencia adecuado para humanizar la atención farmacéutica. En efecto, de la enfermería podemos aprehender los aspectos más pragmáticos del cuidado humanizado, ya que ser enfermera consiste fundamentalmente en atender al paciente en aquellas actividades que contribuyen a su restablecimiento o a su salud, actividades que el propio enfermo realizaría por sí mismo si tuviera la fuerza, la voluntad o los conocimientos necesarios. Esta misión se concreta en torno a las siguientes actividades, en las que debe ayudarse al paciente en la medida de lo posible (1):
Si bien es cierto que estas actividades son sencillas y no exigen grandes conocimientos científicos ni sofisticados recursos técnicos, no es menos cierto que constituyen la base real del bienestar del paciente. El farmacéutico puede y debe contribuir a la consecución plena y satisfactoria de este bienestar fundamentalmente, aunque no exclusivamente, a través de una farmacoterapia segura y efectiva.
También del ámbito de la enfermería (1) pueden tomarse las siguientes actitudes y comportamientos que, llevados progresivamente a la práctica, pasarán a formar parte de nuestros hábitos profesionales, para impregnar de humanidad nuestra relación con el paciente:
La humanización es una exigencia profesional ineludible, implícita a nuestro quehacer asistencial. Para los profesionales sanitarios, la calidad humana debe ser sinónimo de profesionalidad. No existe nada, ningún condicionante social, estructural o laboral que justifique nuestra deshumanización profesional. No hay una asistencia humanizada o deshumanizada, hay únicamente buena o mala asistencia (2). Si el farmacéutico es capaz de mostrar una actitud de comprensión y un auténtico deseo de atender al paciente, contribuirá de forma notable a la humanización de la práctica sanitaria, al tiempo que aumentará su eficacia y su satisfacción personal como profesional de la salud.
BIBLIOGRAFÍA
1. - Gafo J. La humanización de la praxis sanitaria. En: Ética y legislación en enfermería. Editorial Universitas SA, Madrid, 1994, pág. 45-48.
2. - Rubio JM. La humanización de la asistencia sanitaria. Compartir 1997; mayo-junio : 44-46.
3. - Busquets M. Antón P. Bioética y enfermería. En: Materiales de bioética y derecho, Casado M. Cedecs Editorial SL, Barcelona, 1996, pág. 123-155.
4. - Hepler CD, Strand LM. Opportunities and responsibilities in pharmaceutical care. Am J Pharm Educ 1989; 53: 7S-15S.
5. - Penna RP. Pharmaceutical care: Pharmacy’s mission for the 1990s. Am J Hosp Pharm 1990; 47: 543-549.
6. - Berger BA. Building an effective therapeutic alliance: competence, trustworthiness, and caring. Am J Hosp Pharm 1993; 50: 2399-2403.
7. - Foreman SA, Marmar CR. Therapist action that addresses initially poor therapeutic alliances in psychotherapy. Am J Psychiatry 1985; 142: 922-926.
8. - Ronchera-Oms CL. De la necesidad de mejorar nuestras estrategias de comunicación (o llámale por su nombre). Farm Hosp 1995; 19: 63-64.
9. - Stewart MA. Effective physician-patient communication and health outcomes: a review. Can Med Assoc J 1995; 152: 1423-1433