La historia de
la ceguera en el arte, sobre todo antiguo y paleocristiano, está
escrita, con frecuencia, con un discurso ambiguo, cuando no
profundamente negativo. Dejando aparte algunas representaciones
seculares, el tratamiento artístico y literario de la ceguera suele
conllevar una analogía de la privación sensorial con la moral. Así,
la persona con un defecto visual es presentada de manera poco
atractiva, identificándosela a menudo con lo pecaminoso,
haciéndosela acreedora de castigos, o bien la ceguera es entendida
como la condena impuesta para expiar una depravación. En la
Leyenda Dorada, de Vorágine, los paganos son ciegos privados por
el diablo, cuya remisión espiritual se acompañará de la sanación
física. Y baste recordar que el propio Leonardo da Vinci se refirió
a la ceguera como “el peor de los males que pueden caer sobre el
hombre”. Aunque no siempre se le de un carácter claramente punitivo,
la ceguera suele ser tratada al menos con ambivalencia, moviéndose
entre la piedad y el temor supersticioso, pero muy pocas veces se le
da un trato naturalista. Esta especie de “demonización” de la
ceguera es dominante hasta el renacimiento, persistiendo
posteriormente con una intensidad irregular.
El prerrafaelista Millais, autor de
Ofelia, una de las obras más inquietantes y hermosas de la
historia del arte, nos deja, con esta Chica Ciega, una imagen
de la ceguera bien distinta. Es cierto que recurre a la tradición,
tan afianzada en la cultura medieval, del ciego-mendigo,
pero desde luego elimina cualquier vestigio de fealdad física y
anímica. En el tratamiento que da a la figura femenina se aprecian
reminiscencias de la iconografía religiosa renacentista. La joven
ciega es muy hermosa. A semejanza de una madona, su piel es
aterciopelada y fina, transparente casi. Sus facciones son delicadas
y sus labios, correctamente definidos, tienen un bonito color
bermellón. No hay crispación o abatimiento en su rostro; al
contrario, su gesto resulta absolutamente apacible. También a modo
de estampa religiosa cubre su cabeza, aunque no con velo de tejido
noble, sino de paño u otra tela tosca. El “lazarillo” pícaro no
existe; la joven está acompañada por una pequeña, con quien está
unida por fuertes lazos afectivos, seguramente una hermana.
Millais deja en evidencia la aparente
pobreza económica de la joven, quien como la niña lleva unos
vestidos raídos, pero obviando cualquier alusión peyorativa y
revistiendo a la figura de una serena dignidad, en una escena que
inspira más ternura que aflicción. Magistralmente nos hace “ver” que
la joven no contemplará las maravillas de las que su compañerita
disfruta visualmente, como ese espléndido arco iris doble, pero
también que, ante esta carencia visual, triunfa la plenitud de sus
otros sentidos: se deleitará con los delicados sonidos que ella
misma hará brotar de la concertina que sostiene entre sus manos,
disfrutará de los deliciosos aromas de la hierba y la tierra recién
mojadas y percibirá la agradable caricia del sol que sonroja sus
mejillas, la frescura de la hierba, el suave roce del cabello de la
niña sobre su barbilla y todo lo que significan unas manos
entrelazadas. El pintor introduce además dos signos esperanzadores:
el arco iris, que en la simbología tanto cristiana como pagana
encarna la protección y el apaciguamiento, y la mariposa, emblema
del alma, como señal de evolución espiritual y, en la iconografía
cristiana, también de resurrección. Con todo esto, la carencia
visual y la penuria material, son en esta ocasión conmovedoras, pero
quizá no resultan patéticas.
Bibliografía y enlaces:
Beatriz Sánchez Artola
©REMI, http://remi.uninet.edu.
Septiembre 2003. Envía tu
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