La naturaleza jurídica de la
negativa del paciente a recibir tratamiento: ¿objeción o derecho?
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Comentarios: [Ramón Díaz Alersi]
[Francisco Manuel Santiago] [Iñaki
Saralegui Reta]
Me gustaría adjuntar unas reflexiones sobre el tema al
fantástico trabajo realizado en Barcelona [1] y, sobre todo, hacer
hincapié en la difícil situación en la que se encuentra el profesional
sanitario (Médicos y Enfermeros) cuando se da la negativa al tratamiento y
en ello le va la vida o salud al paciente. ¿Alguien se interesa por la
lucha interna del profesional sanitario?. ¿A quién le preocupa su
desazón?. ¿Sólo el paciente es objeto de derechos y sujeto merecedor de
respeto?. ¿Quién respeta y cuida al "cuidador" que se ve obligado a ir en
contra de su ciencia y conciencia?.
Ahí van mis humildes aportaciones jurídicas, éticas y
asistenciales... en un tema que mi vocación docente me exige conocer.
Quizás una de las cuestiones que resultan más evidentes
al estudiar la problemática entre la libertad religiosa de los testigos de
Jehová y su negativa al tratamiento con hemoderivados ha sido el de la
naturaleza jurídica del conflicto existente. En efecto, sin ninguna clase
de rigor jurídico en mi opinión, todos los autores hablan de la cuestión
como si de un tipo de objeción se tratara.
Como sabemos, la objeción de conciencia aparece como
una de las distintas manifestaciones de la libertad de conciencia,
amparada en los textos de derechos humanos. La objeción de conciencia
puede ser definida como la actitud de aquel que se niega a obedecer un
mandato de la autoridad o un imperativo jurídico, invocando la existencia,
en el seno de su conciencia, de un dictamen que le impide realizar el
comportamiento prescrito.
El conflicto suele producirse entre el derecho a la
libertad religiosa (pero también el derecho a la intimidad personal y
familiar, al propio cuerpo y el derecho que corresponde a los padres
respecto a la educación de sus hijos), y el interés del Estado en
preservar la vida y la salud de sus ciudadanos así como el de mantener la
integridad ética de la profesión médica, cuyo objeto es procurar la salud
de quienes se confían a su cuidado. Es claro que estos últimos intereses
no son obligaciones legalmente impuestas, y, por tanto exigibles a ningún
tipo de paciente (y tampoco, claro está, al que profese una determinada
confesión religiosa). Por ello, se ha hablado de objeción de conciencia
impropia, en la medida en que no suele haber en los diferentes
ordenamientos un mandato de la ley que imponga como obligatorios los
tratamientos médicos aludidos y, consecuentemente, no cabe hablar
propiamente de un conflicto entre un mandato que proviene de la propia
religión y otro que emana de la ley estatal. Sin embargo, la
jurisprudencia ha configurado supuestos en los que pretende hacer ver tal
conflicto por existir un deber de solidaridad in abstracto que se traduce
en un deber in concreto de imponer el tratamiento médico en determinados
casos. De cualquier manera, mi opinión es que seguimos sin poder hablar de
objeción porque no existe el elemento necesario de desobediencia civil.
¿Existe en nuestro
ordenamiento un deber constitucional de conservar la vida y la salud
propia?
Parece que tal deber no existe y ello por los
siguientes motivos:
a) La Constitución configura la vida como un derecho
fundamental y no como un deber, y esta configuración se ve confirmada por
lo dispuesto en el artículo 43.1 de la misma, según el cual se reconoce el
derecho a la protección de la salud.
b) La Ley 14/1986, de 25 de Abril, General de Sanidad,
reconoce, en su artículo 10.9, el derecho del paciente a negarse al
tratamiento médico. Es cierto que el apartado 6 c) del artículo 10 de esta
Ley, dispone que no será preciso el previo consentimiento por escrito del
paciente cuando la urgencia del caso no permita demoras por poderse
ocasionar lesiones irreversibles o existir peligro de fallecimiento. Sin
embargo, esta disposición se ha interpretado doctrinalmente en el sentido
de que la negativa al tratamiento, aún en el caso de grave riesgo para la
vida, siempre resulta factible cuando la persona mayor de edad y capaz
esté consciente y decida libremente asumir el riesgo que su negativa
comporta. En los mismos términos se expresa la Ley 41/2002 de 14 de
Noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y
obligaciones en materia de información y documentación clínica.
Por su parte, la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional es muy distinta: partiendo de la base de que no existe un
derecho subjetivo a la propia muerte admite, teóricamente solo, el derecho
a rechazar la asistencia médica, aún con riesgo de la propia vida, en los
supuestos que sólo afectan al interesado y en los cuales no exista una
relación de sujeción especial entre éste y la Administración. Esto es lo
que se señala en la STC 120/1990, de 27 de Junio. Aunque la realidad ha
sido muy distinta y el paternalismo del Estado se ha demostrado en
numerosas sentencias y autos posteriores en los que, con las condiciones
descritas anteriormente, los jueces han autorizado la transfusión aún en
contra de la voluntad del testigo de Jehová mayor de edad y capaz.
En definitiva, no se puede hablar de obligación alguna
ya que la vida y la salud, en nuestro ordenamiento, se configuran como
derechos y no como deberes. Por ello, creo que no puede hablarse en
sentido estricto de derecho a la objeción de conciencia.
Los conflictos entre libertad
religiosa-vida y las soluciones jurisprudenciales en nuestro país
En España, existen numerosas lagunas en el marco
judicial respecto a otros países de Europa. ¿Por qué?, porque la riqueza
de pronunciamientos extranjeros con la consiguiente pluralidad de
supuestos contrasta con lo limitado de las conductas típicas contempladas
en el ámbito del litigio civil o penal español. De ahí que haya sido la
doctrina la que ha debido apuntar soluciones a supuestos no directamente
contemplados por la jurisprudencia, a la vez que ha tomado posiciones con
la solución dada por los órganos judiciales. Razón por la que habremos de
referirnos a tales posiciones doctrinales.
Un caso en que se dio ausencia de responsabilidad por
parte del juez al ordenar transfusiones de sangre a un menor sin
consentimiento de sus padres, es el contemplado en el auto del Tribunal
Supremo de 26 de Septiembre de 1978. En él, se abordó la posible conexión
entre el derecho de libertad religiosa (cuyo atentado se castigaba en el
artículo 205 del Código Penal de 1973) y el derecho a la vida (cuyo
atentado es el homicidio, que se recogía entonces en el artículo 407 del
citado código).
Los hechos eran los que siguen: un matrimonio se negó
firmemente a que se impusiera tratamiento hemotransfusional a su hija
menor de edad cuya vida corría peligro. Aducían convicciones religiosas
por ser testigos de Jehová.
El juez en servicio de guardia ordenó que se le
practicara la transfusión de sangre, desoyendo las argumentaciones de los
padres. Los padres interpusieron querella contra el juez, y el Tribunal
Supremo la repelió aduciendo que el derecho de patria potestad no podía
extenderse a la menor que se encontraba en inminente peligro de muerte, de
modo que la actuación del juez de guardia fue ajustada a derecho sin que
incurriera en la conducta tipificada en el apartado 2º del artículo 205
del antiguo Código Penal.
La fundamentación jurídica del Tribunal Supremo, se
vertebra sobre la esencial conjunción del ordenamiento jurídico, en virtud
de la cual el juez actuó conforme a Derecho en el conflicto de normas que
protegen, por un lado, las convicciones religiosas de la querellante y,
por otro su propia vida.
Ante el choque entre estos dos bienes jurídicos, el
tribunal estima que el juez obró correctamente al valorar como interés
preponderante el de la vida de la paciente.
La doctrina opina que la libertad de conciencia tiene
unos límites. Sin embargo la cuestión es muy diferente si estamos ante un
paciente mayor de edad y capaz o, por el contrario, ante un paciente menor
de edad.
En el caso del paciente mayor de edad, la decisión de
éste debe ser, en opinión de la doctrina, respetada. La razón fundamental
es que no cabe hablar, en este caso, de suicidio sino de un caso de
actitud moral determinada que, en tanto que es inevitablemente errónea,
resulta irreprochable. No respetar la negativa del paciente, imponiendo la
terapéutica, sería un acto injusto, frente al cual el enfermo tendría
derecho al amparo judicial.
No obstante, se admite una excepción; cuando el médico
se encuentre ante un enfermo en estado de inconsciencia, aunque sea
advertido del credo moral del enfermo, deberá aplicar la terapéutica. No
habrá lesión, en ese caso, a la conciencia del enfermo (puesto que está
privado de ella) y no podría actuarse judicialmente contra el médico en
ningún caso. Más complicada parece la solución cuando quienes se niegan a
la transfusión son los representantes legales del enfermo. Aquí se
distinguen dos situaciones:
1ª.- El caso del menor sin uso de razón o del adulto
incapacitado: si niegan la autorización para el tratamiento médico, tal
negativa no estará amparada por la libertad de conciencia de los
representantes legales y la autorización habrá de ser suplida por el
órgano público competente. Si no fuera posible acudir a éste, entonces los
representantes legales han de considerarse ausentes y el médico deberá
actuar según el criterio moral correcto.
2ª.- En el caso del menor enfermo con uso de razón y
capaz de juicios morales proporcionados a la decisión necesaria para el
caso, si tiene las mismas convicciones que sus representantes y la
aplicación de la terapéutica lesiona su conciencia, esta no debe
aplicársele. (Ley 41/2002 de 14 de Noviembre que regula la problemática
del consentimiento médico y la minoría de edad).
La doctrina señala que partiendo de la base de que el
Código Civil conceptúa la patria potestad o las funciones tutelares como
potestades que deben ejercerse siempre en beneficio del menor o tutelado,
se concluye que traspasar a un menor o a un incapaz las consecuencias de
una creencia religiosa o de una decisión heroica del adulto constituiría
un evidente abuso de la patria potestad o de las facultades del tutor. De
ahí que la legitimidad de un rechazo anormal del tratamiento por parte de
aquéllos pueda ser suplida por los órganos jurisdiccionales, de oficio o a
instancia del Ministerio Fiscal, en lo que se coincide con la doctrina
sentada por el Auto del Tribunal Supremo de 26 de Septiembre de 1978,
visto anteriormente.
Hasta aquí, pues, las soluciones que la doctrina ha
propuesto ante los diferentes conflictos que se producen entre el derecho
a la vida y la salud, por un lado, y el derecho a la libertad religiosa,
por otro. En cualquier caso, las cuestiones que se plantean no son de
fácil solución y cualesquiera de las formas que se presenten para
solucionarlas no son fórmulas magistrales que supongan el cese de las
tensiones éticas, deontológicas y jurídicas.
Una cuestión no estudiada: la
difícil situación del personal sanitario
Cuánto se ha escrito por parte de la doctrina acerca de
los derechos fundamentales del paciente que, por profesar una determinada
creencia (en este caso, los Testigos de Jehová) se niegan a determinados
tratamientos sanitarios. Se pone el grito en el cielo, se habla de
paternalismo estatal, de jerarquización injustificada de derechos
fundamentales, de ataques a la dignidad de la persona del paciente, etc. y
está bien; muy bien. Pero ¿quién habla de la dignidad del personal
sanitario, quién habla del médico o el enfermero que tiene ante sus ojos a
un paciente que podría vivir y que, sin embargo, prefiere dimitir de la
vida antes de ser hemotransfundido?. ¿Quién defiende al médico que es
presionado por los familiares del paciente, que exigen un tratamiento
alternativo inexistente?. ¿A quién le preocupa la lucha interna que debe
librar el sanitario, faltando a su ética profesional y su obligación moral
de luchar por la vida, a su más honda vocación sanitaria que le impele a
sanar al que sufre?.
Desde el punto de vista del personal sanitario se
plantea en estos casos un conflicto entre el deber de salvar la vida (¡ni
más ni menos que cumplir con su trabajo!) y el deber de respetar un
derecho fundamental y constitucional a la libertad religiosa (con la
espada de Damocles sobre la cabeza del sanitario que, en una sociedad
donde cobra fuerza la llamada Medicina Defensiva al estilo más puramente
norteamericano, el paciente puede exigir responsabilidad hasta los límites
de lo razonable por la asistencia que se le está prestando).
La cuestión se complica aún más si tenemos en cuenta
que los Códigos de Deontología carecen de fuerza legal, a no ser que se
declare lo contrario por el Estado (como ha ocurrido en Francia).
Para nuestro análisis es necesario examinar la relación
entre médico y paciente. De la misma pueden derivarse actitudes fecundas
para ambos y la posibilidad de que no quede lesionado ningún derecho. En
la situación de total desacuerdo, según señalan los manuales éticos, el
médico deberá aceptar tal decisión con respeto, paciencia y compasión,
pero no podrá participar en un tratamiento que no conduzca a la curación.
También el médico es un agente moral al que no se le puede exigir que
viole su propia conciencia (¿O es que la libertad de conciencia sólo le es
reconocida al paciente?). No puede acceder a cualquier cosa que desee el
paciente, en particular cuando va contra sus convicciones religiosas.
Según L.H. Brenner y S. Fiscinas, máximos conocedores
de estas problemáticas en Estados Unidos, la negativa del médico a
realizar un determinado acto puede provenir de una objeción de ciencia o
de conciencia, según que lo que solicite el paciente no sea compatible con
la ciencia médica actual o con la conciencia del profesional de la
medicina.
Saludos cordiales
Iván Ortega Deballon
Ldo en Derecho. Especialista Responsabilidad Sanitaria.
Diplomado en Enfermería. Experto en Emergencias Extrahospitalarias.
Técnico de Emergencias Avanzado - SAMUR Madrid
Profesor Colaborador Universidad Autónoma de Madrid
©REMI, http://remi.uninet.edu.
Enero 2006.
Enlaces:
- Documento: Sobre el rechazo a
recibir transfusiones de sangre por parte de los testigos de Jehová.
Grupo de Opinión del Observatori de Bioètica i Dret, Universidad
de Barcelona. [REMI
2005; 5 (12): D01]
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