Eran tiempos difíciles. En 1939, Hitler se
“anexiona” Austria. Debido a su ascendencia judía (su abuelo por parte de
su madre, Vinca Landauer), con apenas quince años, tras su graduación, es
enviado a un campo de trabajo, donde cava zanjas y se arrastra por el
barro.
En 1942 es llamado a las filas alemanas, en
una situación que jamás aceptó para la que él solía llamar la “generación
atrapada”. De aquella época se conservan
las anécdotas que le permitieron evitarlo. Así, vestido con el
uniforme alemán y un grueso jersey de lana, acude a la ópera, lo que le
provoca un profuso eczema que le libra del viaje a Stalingrado. Meses más
tarde, unta su cuerpo con una solución oleosa para el diagnóstico de la
tuberculosis, enfermedad que padeció levemente en la infancia. La extraña
reacción aplaza el encuentro con su destino. En los meses posteriores
trabaja a tiempo parcial como paramédico y enfermero de cuidados
intensivos, atendiendo a pacientes quemados que provienen del frente.
Gracias a un oficial que decide ignorar su
origen, en 1943 es admitido en la facultad de medicina de Viena. Declarado
“inútil” para el ejército en 1944, celebra su 21 cumpleaños con un soldado
soviético con motivo de la liberación de Austria. Por aquella fecha conoce
a Eva Kyzivat, su futura esposa de 17 años, en una fiesta universitaria.
Peter recuerda aquella época con fascinación. De vuelta a Viena tras su
formación en cirugía en Yale, la estación de tren sirve de testigo para un
romántico encuentro con Eva, a la que pide en matrimonio (1950): “vente
conmigo a EE.UU.”
Los primeros años en Baltimore no resultan
fáciles. El departamento de inmigración no siempre proporcionaba un trato
de favor a los recién llegados y, en un fabuloso azar del destino, los
pacientes críticos que ingresan en el Baltimore City Hospital le
muestran la más cruda realidad: apenas el 5 % llega con signos vitales.
Gracias a sus grandes dosis de inteligencia práctica y sensibilidad hacia
el sufrimiento, Peter va abordando los problemas uno a uno hasta construir
un auténtico edificio, primero en las calles y más tarde en su propia
unidad.
Desde el principio descubre que los cuidados
prehospitalarios son el punto de enlace entre la resucitación por el
testigo y los cuidados intensivos hospitalarios. Pero no lo hizo por la
vía fácil: junto con Nancy Caroline, selecciona el personal paramédico de
entre los parados de color de uno de los ghettos de la ciudad.
Mientras desarrolla una actividad
incansable, Eva recuerda aquellos años de estrechez económica, en que
comenzó siendo ama de llaves para más tarde acabar compaginando su labor
como técnico de banco de sangre con la de docente en el Museo de Arte
Carnegie.
Todas las facetas del arte le hacían
sentirse en casa. El tiempo libre les permitía compartir sus aficiones.
Desde su más tierna infancia, Viena les mostró el camino de la música, que
nunca faltó en el hogar. Un amigo era siempre un amigo para los Safar, y
el hogar su escenario más preciado. Por su casa fueron pasando sus más
allegados colaboradores y alumnos, que acabaron siendo protegidos suyos.
Una madrugada de 1966, mientras Peter se
encontraba en una conferencia en Chicago, su pequeña Elizabeth, asmática
conocida, sufre un status asmaticus a la edad de 12 años del que
acaba falleciendo. Este episodio espolea aún más su afán investigador, y
le mueve a diversificar sus esfuerzos hacia la resucitación cerebral, la
donación de órganos y el diagnóstico de muerte cerebral.
Aunque pacifista hasta el extremo, y miembro de la
International Physicians for the Prevention of Nuclear War,
mantuvo una cordial relación personal (e investigadora) con sus colegas en
el ejército, con especial dedicación a la ayuda humanitaria y el cuidado y
resucitación de las heridas de guerra.
En una ironía del destino, funda el International
Resuscitation Research Center en el solar de una antigua empresa de
pompas fúnebres. En un alarde de su más fino humor, describe el camino de
la “resurrección a la resucitación”. Desde 1994, se denomina “Safar
Center for Resuscitation Research”, de acuerdo con la propuesta
honorífica de su amigo y colaborador
Pat Kochanek.
Humanista y romántico, era un hombre de cultura en su
más amplia extensión. En el fondo, la medicina no era para él sino un arte
más. Era un consumado pianista -especial admirador de Mahler y Bruckner- y
un avezado bailarín de vals junto con Eva. Así, mientras uno de sus
hijos es un abogado militar, el segundo trabaja como profesor de música y
compositor.
Con motivo de su 70 cumpleaños, recogió en un pequeño
ensayo lo que sus colaboradores denominaban las “leyes
de Safar”. Entre ellas se pueden leer las siguientes perlas: “cuando
no tengas un desafío, fabrícalo”, ”si no puedes ganar, cambia las reglas”,
“la perfección no es una opción”, etc. Aún a pesar de su lucha contra la
enfermedad en los últimos dos años, no renunció al trabajo. Su secretario
todavía le recuerda en el pasado cuando estuvo trabajando en su escritorio
con una vía IV. Como a él le gustaba decir: “cuanto más rápido te mueves,
más lento pasa el tiempo y más tiempo vivirás”.
Alfredo Serrano Moraza, Andrés Pacheco Rodríguez
©REMI, http://remi.uninet.edu.
Octubre 2003.
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